Fría, calculadora, extremadamente racional y con un desprecio innecesario a los temas que involucraban amor. Prefería ser la otra, el secreto sucio de las parejas, la manzana de la discordia.

Amaba ser amada, pero odiaba amar.

Conocer aquella faceta cuando la consideraba el amor de mi vida significó un vuelco a la realidad.

Pese al sufrimiento jamás pude juzgarla lo suficiente. Al lado de ella me sentía el reo más buscado por el FBI. Todos sabían de mis cuentas, de mis falencias, las calles de Buenos Aires estaban empapeladas con mi nombre y cara, con una foto mía en el centro de cada cartel adornada con cuernos; no obstante, también estaba al tanto que esa atracción que sentía por ella, otros también la experimentaban. Y ahí estaba yo, paseando por Caballito, al lado de la mujer más codiciada de su generación.

Colar a Carmen entre mis pensamientos significó un retroceso de cinco años. Su figura, sus tacones talla 39 y el vestido negro ceñido a la cintura que usó la última noche que le vi se presentaron delante de mí. La veía, la sentía, la acariciaba y la llevaba al ritmo que me indicaba la melodía de fondo. El último tango se hizo eterno, quejas de un bandoneón resonó en mi cabeza todo el trayecto hasta su casa.

― Cariño ―utilizó el condescendiente tono que utilizan las personas al darte una mala noticia ―hoy fue nuestra última salida.

Mi semblante se desencajó, como si el tono compasivo me hubiera abofeteado.

― ¿A qué se debe la noticia? ― pregunté fingiendo desinterés. No podía demostrarle cuanto me habían dolido sus palabras.

― Viajaré a Córdoba mañana por la mañana, conseguí trabajo en Rio Cuarto.

― Bien.

― Perdón por decírtelo ahora, no sabía cómo hacerlo ― trató de mantenerme la mirada, pero esquivé sus ojos cafés.

― ¿Irás con alguien? ― la duda se me presentó con el mismo peso que una certeza. Allí había gato escondido.

― Algo así.

Asentí, sin mediar palabras.

― Buen viaje ― destrabé las puertas del coche y silenciosamente le invité a escabullirse por ellas.

― Cariño… ―alzó su mano para acunar mi mejilla; volví a esquivarle.

― Buen viaje, Carmen.

Con la frente en alto y sin volver la vista hacia atrás salió del auto, contorneándose en su andar y haciendo sonar con exageración el taco aguja contra la acera. No quité mis ojos de su figura hasta que ésta desapareció tras la puerta.

Borré su número, guardé sus fotos en la caja fuerte tras la alacena y encajoné su recuerdo.

A los quince días posteriores la casa se puso en alquiler, a partir de entonces todos los jueves por la noche comencé a dar vueltas por su vecindario hasta agotar la nafta, rememorando su recuerdo e imaginando que nuestra despedida no había sido tan fría y hostil, imaginando que aún quedaba una mota de cariño entre ambos.

Encorvé los hombros y sentí el peso del recuerdo caer completamente sobre mí. Luego me dediqué a echar a andar, perdiéndome en las escenas que aún perduraban en mi cabeza. Sin prestar un gramo de atención a mi alrededor anduve en incesantes círculos por lo que, supuse, fueron días. Así hasta caer rendido en un suave pastizal con espinas sin rosas.

No tuve noción del tiempo, pero en un momento impreciso algo se retorció dentro de mí, algo aterrador y malévolo y, aunque me costó identificarlo, logré dar con su identidad. Se trataba de ese placer estrecho y hormigueante que te sacude los nervios cuando te das cuenta que tu alma abandona tu cuerpo.

Bienvenido al paradigma de la literatura, al juego de la vida.

Finalmente, derrotado por la vana esperanza de la seducción.