Una alegría inesperada levantó mis comisuras. La complacencia se extendió por cada una de mis extremidades y, por primera vez en todo lo que había durado aquel recorrido, advertí que algo tenía sentido.
Un diván refinado, con suelo de parqué y paredes revestidas en mármol verde, me recibió.
A lo lejos vi una figura acercarse. Era una persona vestida en un traje que a la legua denotaba ser costoso. Tenía los ojos hundidos y una nariz respingada.
Torció una risa breve y me dijo con calidez: