Tomar la decisión fue más fácil de lo que creí. ¿Acaso había alguien que se detuviera a considerarla?
El cartel desgatado pero con la palabra “éxito” sobresaliendo en ella era todo lo que se necesitaba para clamar mi atención.
¿Quién en su sano juicio despreciaría el dinero, la fama, el triunfo? Pilares de la buena fortuna y soberbia, deseos de todos los que mantienen aún el buen gusto en la vida.
Relamí mis labios, pagado de mí mismo y de las buenas decisiones que estaba tomando. No aguardaba el momento de llegar al final de todo aquel embrollo en el que me había metido y tomar un buen baño.
La oscuridad había penetrado con intensidad cada rincón del bosque, pero, por suerte, unas pequeñas iluminarias estaban al borde del camino, incrustadas en la tierra y alumbrando únicamente mis pies. Era una luz débil y difusa, que se perdía a los pocos metros y fundía nuevamente con la densa oscuridad. Empero, por primera vez, me sentía en contacto con la civilización, con la sociedad que estaba por fuera de todo ese matorral.
Intercalé unos rápidos vistazos ciegos en busca de algo más que diera indicios de progreso. No había nada.
Tuve un pensamiento estremecedor, pero decidí descartarlo. No podía detenerme a pensar en tonterías, debía poner todo mi esfuerzo en seguir avanzando. En visualizar los cheques y pagarés que tenia pendiente por cobrar, en imaginar la dulce reconciliación del sueño luego de haber llenado una vez más mis bolsillos con dinero y egos ajenos.
No me podía dejar intimidar, menos por ilusiones ficticias. Nadie sabía la contraseña de la caja fuerte que escondía detrás de la alacena de la cocina. Los dígitos eran mi fecha de cumpleaños, pero nadie imaginaria que un gerente como yo tuviera tan pocas precauciones para salvar su fortuna.
Sacudí la cabeza y tomé consciencia de donde estaba parado. El terreno estaba más inclinado que nunca, los árboles comenzaban a perder su follaje y las hojas, quebradas y marrones, estaban esparcidas por todos lados. Poco a poco éstas comenzaron a tomar otra forma. Animales que jamás había visto más que en billetes, comenzaron a dibujarse en cada hoja amarillenta.
Escuché como cada uno de ellos me llamaba. Ya no eran hojas esparcidas, no había ningún bosque, ni siquiera un misero árbol. Cuatro paredes me rodeaban, compactas y blancas como las de una bóveda. A mi alrededor había billetes, pesos argentinos, euros, libras, dólares…
Una sonrisa involuntaria se estiró en mis comisuras. No podía creerlo, estaba encerrado con mi bien más preciado, rodeado de un incalculable valor en papel impreso.

Como si mi vida dependiera de ello comencé a recoger todos los billetes que veía, guardándolos en mis bolsillos. No sabía por dónde salir, pero si tenía presente que lo haría con lo necesario.
Estuve días, noches, tardes y mañanas recogiendo todos aquellos papeles dibujados con números, colores y animales. Con perfecta meticulosidad y minuciosidad encontré la forma perfecta para guardar todos los billetes, enrollándolos sobre sí. Tan absorto estaba en lo que hacía que cuando por fin acabé la realidad impactó duramente en mí. Tenía fangotes de guita escondidos en todas las partes de mi cuerpo, un peso considerable que no me permitía moverme.
En vano intenté ponerme en pie y mantener el equilibrio. No lo logré en ninguno de los treinta intentos. Quería fugarme de allí pero no podía con el peso de los billetes.
Luego de innumerables esfuerzos en los cuales puse todo mi empeño por levantarme, terminé por darme por vencido. No tenía la fuerza suficiente ni para moverme ni para deshacerme de aquel peso que tenía encima. Estaba retenido por la fuerza de mi propio deseo.
Un cartel titiló en lo alto, implantando su imagen directamente en mis pensamientos.
