Llevé mis manos a mis ojos y al cabo de un rato advertí que el sol comenzaba a asomarse sobre el horizonte. Los pálidos rayos que se colaban por entre medio de las nubes alumbraron mi rostro. Sentí el calor de la brisa del amanecer y el ruido del fluir de algún río cercano.
Imaginé que aquel charco de agua no estaba más que a un par de minutos de donde me encontraba; comencé a marchar en su búsqueda.
Me sentía como un náufrago, pero en el desierto, en busca de un oasis.
Caminé y caminé, enloqueciéndome con aquel peculiar sonido del agua.
«Si el río suena es porque algo trae», era la frase que más utilizaba mi abuela para fundamentar los chismes que escuchaba del vecindario. Sin embargo, el denigrante artilugio oracional que usaba para convenir con aquellos que decían que el verdulero vendía droga a altas horas de la noche o que la jovencísima vecina del cuarto piso andaba con alguien mucho más grande que ella, terminó por jugarle en su contra.
La apariencia era la fortaleza de mi familia cuando era niño. La imagen que teníamos de la puerta hacia afuera era admirable. Familia monogámica, de clase alta cuyos hijos iban al mejor colegio de la Provincia. Todos los domingos nos sentábamos en el primer banco de la basílica María Auxiliadora y San Carlos y cada tanto participábamos de la ayuda comunitaria y oración al Santísimo. No obstante, la fachada duró poco, pero la tradición eclesiástica perduró hasta mi linaje, donde con quince años tomé la firme decisión de no volver a pisar una catedral.
El presunto novio grande de la jovencísima vecina del cuarto piso terminó por rebelarse en una noche de navidad donde mi hermano menor tomó la correspondencia de mi padre y se dedicó a leerla en voz alta. Las penurias y deseos oscuros de una chica que solo conocía de vista quedaron inmortalizados un 25 de diciembre. A partir de allí la torre de perfección que tenía mi familia se derrumbó de un soplido. A los pocos meses mis padres se separaron, a la par que mi educación y formación quedaba a cargo de un monasterio que me dejó en libertad cuando alcancé la mayoridad de edad.
Todo ello conllevó afrontar las consecuencias de la apariencia. El brillo de lo artificial y la crudeza de lo real, más que nada de la verdad. Nunca admití que aquello hubiera contribuido a mi personalidad, pero a duras penas podía consentir que el semblante frío y adusto que adonaba mi rostro de domingo a sábado estaba contaminado por los caparazones de años de angustia y remordimiento.
Finalmente terminé por comprender, a una edad mayor, que el lustre del plástico siempre termina por corromperse y al quebrajarse revela la rancia verdad.
Aquellos recuerdos arremedaron contra mí, por ello: