Como frustrado psicoanalista que fui en mi juventud decidí escoger ese umbral.

No me sentía nervioso, todo lo contrario. Había algo en el ambiente, tenebroso y macabro, que me invitaba a seguir adentrándome a las profundidades del lugar; a conocer el centro de todo aquel matorral.

Hacía tiempo que no iba a terapia. Si bien cuando había cortado mi primera relación, las sesiones de psicólogo se transformaron en una actividad más, tal como el futbol 5 los martes a la tarde y las salidas al Faro los viernes, tardé poco menos de seis meses en abandonarlas por completo.

El hombre que me atendía poco sabía de amor, había enviudado de joven y desde entonces no había vuelto a formar pareja. Acostumbraba a justificar su soltería con la queja de que las mujeres eran ávidas come-monedas y explotadoras sexuales. Él, en sus cincuenta y ocho años, ya no estaba para satisfacer a nadie más que no fuera a sí mismo.

Durante las veinte sesiones que tuve con aquel sujeto aprendí lo deplorable de llegar a una cierta edad sin sueños ni metas, prometiéndome a mí mismo que todos los días tendría un motivo por el cual sacar el pie de la cama. Sin embargo, aquel sueño de la juventud, ansioso de transformar el mundo y conocer todos los rincones cual Cristóbal Colón no tardó en sucumbir.

De mi primer trabajo me echaron al mes y, si bien no me dieron motivos, intuí que tenía que ver con la llegada de la AFIP tres días más tarde. Mi vieja murió al siguiente mes, una muerte súbita que me sumió en el alcohol y la depresión durante dos años. Cuando creí recuperarme me enfrenté con la cruda noticia de que mi novia estaba embarazada y no de mí.

Fueron cinco años de bombardeos negativos que terminaron por destrozar aquel muchacho larguirucho y lleno de sueños que había llegado al consultorio del doctor Villa.

Predestinadamente las cosas mejoraron poco a poco y, aunque logré esconder bajo la alfombra los fracasos, inseguridades y bajas autoestimas que se fueron sumando esos años, el plan de transformar el mundo rápidamente se convirtió en descubrir cómo sobrevivir en él y mantener la recta razón.

Por más que lo intentase, día a día volvía a concordar con Villa.

Caminé con pereza y angustia. Físicamente avanzaba, pero internamente retrocedía desmedidamente.

Recuerdos, memorias, sucesos y momentos en lo que quería que la tierra me tragara tomaron forma delante de mí. Los troncos, con sus conformes grietas y recovecos, me recordaban las sonrisas burlonas de quienes se habían reído de mí, de quienes me habían dejado y engañado. Incluso, el aleteo lejano de un pájaro me remontó a aquellas frías mañanas del 2006 donde un kiosquero interrumpía el silencio de la madrugada con el motor de su Zanellita.

El amargo sabor de los caramelos media hora me picó en el paladar. No obstante, no tuve tiempo de despreciarlo, una luz me cegó de repente.

[Tomar una decisión]

Ver la luz

Tapar los ojos