Opté por no darle atención a la placa y seguir aquel camino que acababa de revelarse.
El perro decidió quedarse con la estatua, al parecer la dureza y quietud le reconfortaban.
El sendero era más estrecho que el anterior, había pocos árboles y la luna era la única fuente de luz que, por suerte, no encontraba obstáculos para volcarse de lleno sobre todo lo que se abría a mi paso. De pronto apareció una bifurcación.
Medité. Ambos brazos eran iguales, pero uno inspiraba más confianza que él otro.