Para una mejor experiencia, utilizar auriculares y poner play

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Vivimos, más bien, en un mundo donde todo camino, a los pocos kilómetros, se bifurca y donde estos dos al poco tiempo vuelven a bifurcarse; en cada encrucijada debemos optar. La vida, incluso a nivel biológico, no se parece a un río sino a un árbol. No avanza hacia la unidad, se aparta de ella; las creaturas se distancian más y más mientras más se perfeccionan. El bien, en tanto madura, continuamente se diferencia no sólo del mal sino de otros bienes. (Prefacio, “El gran divorcio: un sueño” Lewis.)

En cierto momento de mi vida me encontré solo. No sabía cómo había sucedido, pero de un instante a otro estaba rodeado por la densa oscuridad de una noche de verano sin noción exacta de la hora o del día.

El viento era gélido pero los árboles aún conservaban su follaje verde, no obstante, una sugestiva niebla rodeaba con lujuria los fornidos troncos.

Palpé mi pantalón y por primera vez me sentí nervioso. No tenía ni los cigarrillos en el bolsillo izquierdo ni la brújula en el derecho. Estaba desnudo, sin ubicación ni alivio.

Escudriñé el horizonte en busca de una salida y, a lo lejos, una figura se irguió en su altura moviendo la cola. Era un perro. Hice ademán de llamarlo, pero este se limitó a echarse sobre sus patas y lanzarse más allá de lo que la poca luz me dejaba ver. Como no tenía otra mejor opción le seguí.

Con un andar sigiloso el perro se escabulló entre el precario camino marcado por pisadas. Recordaba que hacía pocos meses lo habían asfaltado, sin embargo, en la maleza destrozada y la piedra mora desparramada no había rastro del pavimento que alguna vez había emparejado los atajos.

―Chhs, chss ―. Le llamé. Si seguía adentrándose más al bosque, terminaríamos por no salir.

El perro simplemente me ignoró. Continuó olfateando el suelo y deteniéndose en cada rincón dónde podía dejar su rastro.

Avancé con él, por lo menos, quince metros cuando abruptamente se sentó en los pies de un mastodonte de granito y se negó a seguir avanzando.

Intenté por todos los medios obligarle a pararse. Sin embargo, traté de no presionarlo, en un mal movimiento el perro podría largarme un tarascón y terminar, además de sin cigarros y brújula, sin mano.

― Vamos ― le insistí con la ira presionando mis sienes ― Tengo que salir de aquí.

Ni siquiera me miró. En su lugar, se estiró con pereza y apoyó su hocico entre los pies de la enorme estatua dejándome en claro que no iba a ceder.

― ¿Por qué te detuviste? ― pregunté casi en súplica. Al darme cuenta de ello reí amargamente. Le estaba rogando a un perro, a un ser carente de razón y palabra, para que me sacara de un lugar al cual me adentraba con cada paso que daba.

La estatua era tres pulgadas más altas que yo. Y, aunque se tratase de una figura femenina envuelta de una sensualidad envidiable y amargamente atrayente, había algo en ella que me ponía los pelos de punta. Tal vez la insondable quietud de su mueca, la carencia de expresión de sus ojos o el huesudo dedo que señalaba el único trecho donde la luna alumbraba.

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Con inquietud busqué alguna placa que le diera identidad a aquel pedazo de piedra, pero sólo hallé un trozo de poema rasgado:

Talladas por mil golpes […]

Las estatuas quedan en penitencia,

señalando la fatalidad.

Un escalofrío me recorrió de pie a cabezas. En efecto, el dedo huesudo señalaba un camino que hasta entonces no había visto.

[Toma una decisión]

No avanzar

Avanzar

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