Avancé lentamente. El paisaje se tornó más difuso y original. Las ramas se contorneaban sobre sí y las malezas trepaban sobre ellas con avidez. Las flores parecían estar clavadas dentro de los árboles.
La belleza en aquel lugar estaba esparcida de manera desigual. Había lugares colmados de tulipanes, rosas y orquídeas y otros donde los yuyos no cedían espacio. En el aire se mezclaba un olor dulzón y putrefacto: el bello aroma de la perdición.
Un arrebato de excitación me embargó. El bosque guardaba en sí un deslumbrante diseño geométrico, difícil de descifrar, pero evidente a los ojos.
Por instinto me quité el calzado. Cuando sentí la piedra helada clavarse en mis plantas un escalofrío de satisfacción me recorrió. Me encontraba a gusto, había un no sé qué en aquel aroma empalagoso que flotaba en el aire que me recordaba a Carmen, mi amante.
Alta, esbelta, con curvas pronunciadas y un labial que te obligaba a desviar la vista al brillo carmesí. Habíamos estado juntos durante siete años, cuatro a espaldas de mi ex mujer y tres en la sociedad.
La fogosidad y juventud que sentía con Carmen no la había experimentado nunca con nadie, ni siquiera con mi esposa. La adrenalina de las mentiras piadosas, el subidón de la libido que provocaba hacerlo en lugares riesgosos y la palabra justa e insinuante en momentos no debidos. Locura y pasión eran los adjetivos para describir a aquella mujer trece años menor que yo.
Comenzó siendo un cuento de hadas, pero no fue hasta la formalización de la relación que me di cuenta de que Carmen funcionaba más como amante que como pareja. Sus ojos no tenían preferencia ante nadie, sus seductoras miradas no discriminaban. Temprano, o más bien tarde, es que conocí como pública aquella cara que solo creí que me enseñaba a mí.